Una mujer con sombrero en Lisboa - Las paranoias de Addi.


El furioso aleteo de la bandera de Portugal en lo alto del castillo de San Jorge, arrollada por el enajenado y gélido viento del norte, que encontraba en la señera lusa una lengua con la que bramar al mundo y expresar su ira, era la indecorosa banda sonora del instante, de la imagen, de la primera postal de mi viaje a Lisboa.

Parecía una estatua, altiva y con la mirada fija en la ciudad estática y silenciosa, que dormía la siesta a sus pies, indolente y desubicada. El cabello, atrapado bajo un sombrero de paja, desplazaba su lienzo plateado de manera milagrosa por la espalda y los hombros desnudos. La mano izquierda levantada y sujetando el sombrero, mostrando unas axilas silvestres para evitar que el viento enfurecido le arrebatase el Panamá, mostrando al mundo la totalidad de su melena deflagrando su blancura imposible en derredor.

Apenas llevaba tres horas en Lisboa y era la segunda vez que la veía: la primera fue en la terraza de la cantina Marcelino pao e vinho en Alfama, donde dí cuenta de un bacalhau a bras. En el momento de sentarme me golpeó el brillo blanco platino de su melena al abandonar su mesa, a unos pocos pero imposibles metros a mi izquierda; me quité las gafas de sol para ajustar el foco de mis fatigados ojos, pero ya se perdía su estela por la cuesta de la Rua do Salvador, posiblemente en busca de los miradores frente al mar, solo pude ver su espalda.


Entonces el viento la obligó a quitarse el sombreo, el cabello empezó a arremolinarse, domado por la ventolera, creando el efecto de una hélice desbocada. La estampida capilar descubría su nuca y unos hombros fibrosos, solo cubiertos por los tirantes de una afortunada camiseta de gasa por la que también se colaba el viento travieso, provocando una corriente de aire atrapada por los límites de la prenda y que moría en la cintura, asfixiada por el elástico de una falda azul marino con finas rallas blancas que llegaba hasta el suelo. Giró sobre sus pies y emprendió la subida a la torre del homenaje, dejándome allí plantado, una vez más sin poder ver su rostro. Pensativo intentaba fijar la vista en algún punto de aquél horizonte que se veía rasgado por la roja cicatriz que al cielo le infringía el puente 25 de abril.

Me engañaba negando la impresión que me causó aquella mujer, la nostalgia de no ver su rostro me atrapó en una caminata hasta el borde del mar, tras atravesar la plaza del mercado, con el zumbido provocado por el viento que azotó su cabellera en el castillo apenas una hora antes, aleteando en mi cabeza y entonando un tibio fado apenas sugerido por el destino, pero negado por la realidad.


La mañana siguiente prometía muchos estímulos y el barrio de Belem me esperaba paciente y solitario a más de hora y media de un camino a pie que me hizo maldecir las aceras vengativas de Lisboa.

El claustro de Los Jerónimos me embaucó con su estricta geometría de rectas y sus columnas abigarradas, la luz penetraba por las arquerías y dibujaba fantasías de sol en el suelo de los soportales y la paz me hizo olvidar a la mujer del cabello de plata.

El tren 19103 que salía en las cercanías de la torre de Belem y que habría de dejarme en la estación de Cais do Sodré me meció y sentí consuelo en su traqueteo. No quise continuar con la lectura que inicié la noche anterior sobre autores lusos. Impaciente por seguir absorbiendo el trasiego de la ciudad a través de la ventanilla del vagón pegué la frente al cristal. Entonces volvió la luz cegadora de su blancura colándose por la ventanilla, la libertad salvaje y lacia del grito de libertad que aullaba aquella melena me convocó a despegar la cabeza del vidrio y fijar la vista. Fue en la parada de Santos, en el momento fugaz en el que los trenes se cruzaron y detuvieron su marcha, coincidiendo durante unos segundos nuestras ventanillas, una frente a otra. Me incorporé de un salto con la esperanza de que girase la cabeza, el sol se acomodaba sobre el ala de aquél maldito sombrero ensombreciendo su rostro, ocultando sus ojos, solo el pelo escapaba a la dictadura del gorro de paja. Finalmente el tren arrancó dejándome una vez más con la incertidumbre nublando mi ánimo.


Fue una suerte encontrar un garito como Josephine, un lugar donde escuchar fado, aunque fuese en grabaciones y no en vivo, además de alguna bossa nova. Me hice amigo de la joven pareja que regentaba el local y me dejé llevar por la brisa cálida de la noche lisboeta para hacer un pacto con la luna y al calor de la charla brindar en varias ocasiones por la dama blanca, que fue como empecé a llamarla aquella noche de fados y promesas.

A la mañana siguiente una ducha fresca me espabiló y el desayuno me sentó fenomenal, pero la proximidad del final de mi visita a Lisboa empezaba a entristecer mi vigor de dos días atrás. Decidí ascender a la Mouraria y divisar Lisboa desde allí, pero antes quería ver el barrio de Estrela y visitar su iglesia, para lo cual me subí al tranvía 28-E en la plaza de Martim Moniz. Fue a su paso por la Rua Conceiçao que la vi caminar por la acera, el pelo volaba suelto y corría una límpida cortina sobre su rostro, en un momento, cuando casi estábamos en paralelo, ella en tierra y yo embarcado y subiendo la vetusta ventana de madera del vehículo, que ella se retiró el cabello dejando su rostro al descubierto... Demasiado tarde, el tranvía había superado su posición, saqué la cabeza por la ventana y miré hacia atrás, y en ese momento ella giró sobre sus talones y dirigió su rostro hacia mi justo en el momento en el que el fatídico timbre del vagón se anticipaba al último recodo que nos apartó del campo de visión mutuo, era la última oportunidad de verla el rostro, los ojos, la sonrisa... ya no había tiempo.


La ventana de mi hotel me descubría una mañana más gris que en los días precedentes, las nubes se extendían sobre el cielo y advertían de sus intenciones húmedas y rencorosas. La maleta esperaba junto a la puerta de la habitación, la chaqueta se acomodaba sobre mis hombros, pesarosos y derrotados, expresando su decaimiento por abandonar Lisboa sin sentir la caricia del fado, la alegría de la vieja normalidad y sin observar la mirada de la dama blanca.

Nunca he creído en conexiones mágicas entre seres humanos. No creo que el destino depare sorpresas ni que el azar sea el responsable de las venturas o desventuras que nos encontramos en el camino. Sería bonito pensar que los viajeros solitarios siguen una vereda común y que cualquier recodo del camino puede ser un punto de encuentro que sane su andar silencioso, pensativo y solitario, pero no, el viajero solitario se mezcla entre el bullicio, donde su soledad no pasa desapercibida más que para el propio viajero.

El último desayuno siempre es el más triste, el de la despedida, siempre me ha resultado un momento agrio el de desayunar por última vez en una ciudad, solo y perturbado. Me senté en la misma mesa que los días anteriores y esperé a que el camarero me trajese el carrito para elegir fiambres, panecillos y dulces con que nutrir ánimos y músculos. Terminé y me despedí "obrigado, até logo", me desplacé con la maleta rodando por el parquet del comedor y allí estaba, con la blanca melena atrapada en una coleta y entregando la tarjeta de la habitación en recepción, con el sombrero en la cabeza y una tibia expresión de tristeza, giró la cabeza, sus ojos azules me observaron, se bajó la mascarilla y sonrió. Tan lejos y tan cerca, "Bon dia" dije con aire derrotado, y ya sin fe, me marché hacia el parking donde esperaba el coche para emprender rumbo a Oporto.

Comentarios

  1. Magnífico relato Addi. Un placer leerte siempre.
    Abrazos.

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    1. Gracias Chals, menos mal que alguien lo ha leído, últimamente ya no sé qué pensar.
      Abrazos.

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  2. Me ha encantado. La descripción de la mujer, de tus sentimientos, de los paisajes. Me he transportado contigo a ese lugar. Nunca dejes de escribir estos relatos, pot favor.

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    1. Gracias a ti por leerlo, me alegra mucho que te haya gustado.
      Muxus.

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  3. Un verdadero placer leerte, como en cada viaje, nos traes un trocito del lugar que visitas, y algo más.
    Muxu!

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    1. Es ya una costumbre que se ha ido arraigando con los años y los viajes, esta vez lo empecé en Oporto, cosa que nunca antes había ocurrido, siempre antes los había empezado a escribir cuando había vuelto a casa.
      Muxus

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