Jornadas bávaras (III) - De Munich a Oberammergau.


Marienplatz 

Desde que llegué a la capital de Baviera empecé a sentir cierta desazón, una extraña e incómoda percepción que no me había asaltado en otras ciudades que había visitado años atrás. Sin saber por qué, me daba la sensación de que la ciudad de Munich no me aceptaba con la hospitalidad que sí había notado en otras plazas del centro y norte de Europa.
Parecía que todas las calles por las que transitaba tuvieran una imperceptible aunque fastidiosa pendiente, como si en mi ascenso contínuo, la gente caminase en mi contra, como una estampida de búfalos. Sentía cómo si yo fuese el único que buscaba las alturas, el pálpito de paz, de cariño, el instante feliz en que la soledad es derrotada por la belleza, por el embrujo.
No conseguía un lugar cómodo en el que vivir conmigo mismo la visita a la bella Marienplatz, la catedral de ladrillo parecía levantar un muro de ruindad estética ante mí e incluso los bares me parecían abarrotados de inconveniencias que me alejaban de sus terrazas y su cerveza.
Mis pensamientos, que en otras circunstancias análogas se instalaban en el optimismo y el recogimiento ante lo desconocido, y la expectación ante lo que deseaba ser descubierto, parecía que se habían traído sus malos humos de Bilbao y no conseguía concentrarme en el lugar ni fundirme con el entorno.


Jardín inglés 

Todo parecía difícil: coger el tranvía, encontrar un sitio para comer, sentarme en un banco del jardín inglés, pedir una cerveza y relajarme en una mesa corrida de Viktualienmarkt...
Seguramente la zozobra que llevo arrastrando todo el año se había introducido en mi equipaje y también distorsionaba mi visión a la hora de archivar las calles y las plazas, la vida urbana de la ciudad e incluso el ruido ambiental, que por momentos me parecía ensordecedor, para de repente mutar, y pasar a rodearme un denso y molesto silencio en medio de un torbellino de bicis y taxis, sintiéndome extraño y desorientado, mientras una humanidad multicultural se deslizaba a mi alrededor como si yo no existiera, como si aún no hubiese aterrizado mi avión.
La oscuridad de la noche incipiente sentó bien a mi espíritu, pues por primera vez me sentía escondido en las penumbras, a salvo de miradas críticas, de posibles asaltos a mi anonimato de viajero que quiere hacerse el encontradizo con algún instante de paz.


Catedral de Frauenkirche de Munich 

Me uní a una manifestación en Karlsplatz, donde banderas multicolores ondeaban exigiendo, al ritmo de los tambores y las voces jóvenes, premisas políticas y libertarias a algún déspota africano. Entré en un pequeño bar regentado por una pareja italiana, y que tenía las paredes repletas de fotografías de escenas míticas del cine transalpino, destacando una de Mastroianni en "8 y medio"; me sirvió de refugio y me tomé un par de cervezas de botellin, mientras pensaba en el periplo que al día siguiente me llevaría a Oberammergau, un hermoso pueblo a poco más de 80 km de Munich, donde anhelaba encontrar el equilibrio y conectar con el país.
A las 8:30 de la mañana, en la estación HBF de Munich, el tren destino a Oberammergau estaba esperando la llegada de pasajeros en la vía 26, subí con la misma sensación decrépita que me empapó durante el día anterior en mis vagabundeos por la ciudad, esperaba que el sueño ahuyentase ese estado de descolocación, pero no había sido así.


Baviera desde el tren 


La lectura liviana y nítida de una bonita e inofensiva historia escrita por Petra Hartlieb hizo que los poco más de 45 minutos que me llevaban a Murnau, estación donde debía hacer trasbordo, pasasen en un suspiro y que dejase de pensar en esa extraña sensación de abatimiento que me había invadido en mis primeras horas en Baviera.
Fuí el único viajero que se apeó en Oberammergau, creo que en los últimos kilómetros viajaba sólo en el vagón, sacando fotos por la ventanilla a un multicolor otoño que se veía luminoso y radiante, explosivo de vida gracias a un cielo liberado de nubes y a un sol que brillaba con la intensidad del verano y la alegría de la primavera


Casa pintada en Oberammergau 

En cuanto dejé que mis pasos me extraviasen por las bucólicas callejas de la población, el olor a leña crepitando en las chimeneas y la ausencia de ruidos molestos (se escuchaba el rumor de un riachuelo que aún no había encontrado, pero el aire transportaba su parlamente hasta mí), empecé a sentirme mejor.
Oberammergau es famoso por su belleza rural y religiosa, las casas visten sus fachadas de hermosos frescos que representan, en su mayoría, imágenes bíblicas. La ciudad se convierte a los ojos del viajero en un museo oreado por la paz de los siglos que gustan de parar a descansar en este tipo de paraísos, y santificado por la presencia de los Alpes, que dibujan su presencia contra un cielo impoluto.


El río de Oberammergau 

Aquí la paz si me sedujo y el instinto me invitó a recorrer todos los rincones, cantones y caminos vecinales en busca de un nuevo suspiro de desahogo, una nueva reliquia que llevarme a las retinas y un silencioso alarido de bienestar que sentía erizar mi epidermis mientras apoyado en una baranda de madera deposito mis ojos en el río, o en la pendiente que se pierde buscando la montaña, o en el cementerio que rodea la blanca sensación de eternidad que parece brotar de los muros de la imponente iglesia de San Pedro y San Pablo.
Cada fachada es una imagen exultante de color, fervor y belleza: un lienzo inamovible en cuyo interior laten corazones y refriega la vida.


El tiempo no quiere entrar en tendencias con la belleza del entorno y deja que la vida tranquila imponga su latido y mande en los sentidos. La sucesión de imágenes y sonrisas se apiñan en el alma de viajero solitario y feliz que volvía, un año después, a conquistarme. Me sentía privilegiado allí, con los ojos extendiendo su luz en torno a un lugar sin igual, me emocioné solazado en el interior de una iglesia de una belleza inimaginable, disfruté delante de un codillo cocinado a la brasa, bien regado con cerveza y me entregué a los dioses, cerrando los ojos saboreando una copa de jerez, mientras un sol amable acariciaba las calles, las plazas, las casas, la iglesia, el cementerio, el río, el camino hacia la montaña...
En el tren de regreso a Munich me encontraba mucho mejor, hay lugares que curan, que insuflan vida, alegría y dan sentido al camino. Oberammergau me liberó de mí mismo, o al menos del mí mismo que llegó allí unas horas antes y me dotó de la fuerza que necesitaba para apartar el callado ruido de fondo que me saturaba y que allí comprendí, que rugía en mi interior, y no en las calles de Munich.


Iglesia de San Pedro y San Pablo y cementerio de Oberammergau 

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