Jornadas Bávaras (II): Un día (y una noche) en dos ciudades.


Estación de Nuremberg 

No esperé a que el tren iniciase su marcha, no quería quedarme parado en el andén mirando como se empequeñecía el convoy con ella dentro, no podía soportar el seguir empapándome con el dulce conjuro de su perfume flotando en el aire neblinoso de Nuremberg.
En la atmósfera otoñal de aquella estación seguía planeando la promesa de un futuro reencuentro, como siempre, sin definir, y mis labios ardían por el quebranto de tristeza que rompió en mil pedazos su último beso. No quise verla llorar, así que la besé en los ojos (como siempre iba sin sus gafas), luego giré sobre mis talones y descendí corriendo por las estrechas escaleras de piedra que dan al pasillo subterráneo que conecta los andenes. Me detuve un momento y apoyé la espalda contra la pared alicatada de azul, escuché como el tren emprendía la marcha y sentí como un cañonazo interno cuando los vagones pasaron sobre mi cabeza, ganando velocidad.
En la vía 5 esperaba mi tren, me encaminé hacia allí, subí las escaleras y al llegar al andén no pude evitar mirar al horizonte siguiendo la vía 11, allí moría la visión del último vagón del tren rumbo a Berlín.


Marktplatz 

Subí a un vagón de segunda que elegí al azar. Me senté en un asiento donde sabía que iría de espaldas al sentido de la marcha y esperé el ruido del motor de arranque pensando en las últimas horas. Finalmente, el tren emprendió su camino hacia Rothemburg, y mi vista se posó en un punto fijo del paisaje, y recordé cada minuto transcurrido, cada palabra, cada mirada, cada lugar, empezando por aquella misma estación, cuarenta y ocho horas atrás...
Lucía el sol en la vieja estación de Nuremberg y el tren de alta velocidad CIS-157 destino Munich llegó con diez minutos de retraso y dejó sólo tres pasajeros en el andén, uno de ellos era Olga. El abrazo, cálido y tembloroso, olía a cotidiano, y los besos llegaron como impuestos por algún ser superior: Todo era tan natural y sencillo, a pesar de no vernos desde 2016, en una triste despedida, en otro otoño, en otra decadente estación de tren, entonces en Viena.


Marienkapelle 

Guardamos su maleta en la consigna y perdimos el tren rumbo a Ratisbona, el retraso del alta velocidad nos obligó a cambiar de planes y decidimos comprar un 'Bayern ticket' para dos personas (así nos ahorraríamos una pasta), y hacer una excursión doble, primero a Würzburg y después a Bamberg.
Nos sentamos uno frente a otro, yo para variar, de espaldas a la marcha, y nos contamos atropelladamente lo que ya nos habíamos dicho por teléfono y messenger durante estos tres años. Ambos coincidimos en que era imposible que hubiera pasado tanto tiempo: o el paso de los años es generoso con nosotros, o el cariño pone un filtro sobre la vista y trampas a la memoria.
Caminar por la bella y romántica Würzburg es lo más parecido que existe en la tierra a ejercitar la paz interior, hacerlo cogido de su mano es pisar la alfombra de adoquines del paraíso, no sabía cuántos ángeles me encontraría en aquél edén, lo que sí sabía es que uno venía conmigo, pero ahora, muy a su pesar, tenía que llevar gafas.


Río Meno y la Fortaleza Marienberg 

La ciudad contempla el paso de los siglos rodeada de viñedos y atravesada por el río Meno, sobre él se tiende un hermoso puente de piedra denominado sencillamente 'El puente viejo', que inevitablemente recuerda al puente de Carlos de Praga. La tradición dice que hay que tomar una copa de vino blanco de la comarca sobre la centenaria piedra del emplazamiento, así lo hicimos, un buen vino, carísimo que compramos en una taberna de madera junto al puente, que se forra gracias a la tradición, y que estaba demasiado caliente. Bebimos mientras observábamos en las alturas, dominando la ciudad, la impresionante fortaleza de Marienberg, bajo un sol de justicia, devorando la felicidad apresuradamente, pues sabíamos que el reloj ya había empezado la cuenta atrás.


Puente Viejo de Würzburg y al fondo la catedral de Sant Killian 

Pasear por el barroco casco antiguo, sentarnos en un banco de Marktplatz, y desde allí caminar hasta el egregio ayuntamiento con sus dos relojes, uno de ellos de sol. Visitar las iglesias de la villa: la bonita y pintoresca Marienkapelle y la catedral cristiana de Sant Killian, detenernos ante el terso edificio rococó de Falkenhaus; comer el tradicional Wurzburger ratskeller y beber un par de cervezas bien frías, todo compaginado con risas y besos, es lo más cerca que un pobre pecador puede estar de la tierra prometida de los hebreos, por ello sentía a Würzburg como mi destino santo y purificador, como mi 'Promised land'.
Unos niños chapoteaban en una fuente que representa el episodio de Eva, el diablo y la manzana, y a Olga no se le ocurrió cosa mejor que entrar en el juego, nos reímos de buena gana y nos mojamos la ropa, menos mal que la temperatura era generosa, superaba los 25 grados.


El sol regaba los rostros y nos obligaba a portar las chaquetas bajo los brazos o colgando de los tirantes de mi mochila, aprovechamos la buena ventura para correr hasta la estación y coger el tren que nos habría de llevar a Bamberg, donde la aventura continuaría y se tornaría más canalla y novelesca.


Puerta del ayuntamiento nuevo de Bamberg 

El cercanías de Würzburg a Bamberg tardaba poco menos de una hora en hacer su recorrido, el sol entraba por la ventana y el otoño refulgía en el paisaje bávaro, mirar con admiración los ocres y amarillos infiltrados entre el verde del parterre y las hojas de los pinos, y el marrón de los troncos de las encinas, creaba un sentimiento difícil de expresar y las retinas se encogían ávidas de registrar tanto tono y contraste, la madre Natura nos desafiaba desde el otro lado del cristal.
Cuando llegamos al centro de Bamberg daba comienzo una tarde primaveral en calores e inquietudes, aunque con la romántica y provecta sensación propia de las tardes bucólicas del otoño.
Al Igual que Würzburg, Bamberg está situada en la vieja Franconia, y también es parte de la ruta romántica de Baviera. Pronto empezamos a sentirnos excitados y con ganas de absorber el aroma de efervescencia que derramaba la localidad.


Centro urbano de Bamberg 

Pasear por esas calles es como viajar al pasado: se trata de una ciudad medieval pero con retazos barrocos, las casas se levantan orgullosas y dibujan sus fachadas a base de los intrincados laberintos de madera que forman los travesaños, los tejados apuntan al cielo con ojo puntiagudo y visten su piedra de brillantes y ardientes colores.
No es fácil mantener las pupilas quietas cuando el entorno es tan hermoso y provocador, los adoquines castigan a las plantas de los pies, que resisten a base de ilusión y coraje. El oleaje de gente nos empuja hacia el norte, hacia la pequeña Venecia, que es como llaman al entramado de casitas y pequeños puentes que rodean al inigualable y bello ayuntamiento, erecto en su privilegiado emplazamiento sobre el río Pegnitz.


Fachada del ayuntamiento de Bamberg 

Precisamente ese río, corazón que late y protagoniza la identidad de la ciudad, acaricia los pilares del puente y borbotea bajo la espectacular fachada de la casa consistorial: un lienzo finamente pintado por colores imposibles, que crean un fresco mosaico que arranca, adentrándose en el río, desde una puerta barroca de piedra centenaria y que preside el magnífico puente de Geyerswörth. No nos podíamos creer que fuésemos tan afortunados de estar en un lugar de semejante hermosura, y que lo pudiéramos compartir.


Alte Hofhaltung

Pasamos por debajo de la puerta y ascendimos hacia la catedral de Bamberger Dom dedicada a los santos Pedro, Pablo y Jorge. Franquea el templo la cuadriculada plaza donde se acomoda la imponente residencia de los obispos, Alte Hofhaltung; y también la sobria y geométrica Nueva Residencia de estilo neobarroco.
Volvimos sobre nuestros pasos para descubrir la parte de atrás del ayuntamiento, donde se encuentra el viejo consistorio, Altes Rathaus, que forma la postal más típica de la ciudad: una casa de cal y madera, juguetona de colores, que se suspende sobre las aguas de río y soporta estoica las ráfagas de fotos de los visitantes.


Altes Rathaus 

Pero la ciudad entera es un torbellino de rincones irresistibles de encanto y magia: las casas de los curtidores y el fascinante barrio de los molinos, Mühlviertel, hizo que perdiéramos la constancia del paso del tiempo, que obviamente seguía haciendo girar las manecillas de los relojes de todas y cada una de las bellas torres de la ciudad; y al llegar al Centro histórico con sus tabernas arracimadas a las hermosas fachadas, no pudimos resistir entrar en alguna y calmar la sed con la magnífica cerveza propia del estado libre de Baviera, y claro, el tiempo no esperó a que nosotros dejásemos de disfrutar de la hermosura de Bamberg ni de nosotros mismos, y el último tren partió con nosotros enfrascados en la cerveza y el cariño.


Catedral de Bamberger Dom

De perdidos al río, que se suele decir, así que decidimos no preocuparnos y hacer un alto en la incipiente noche bávara para solicitar asilo en un hotelito lleno de encanto, una vez concedida la gracia - por un precio un tanto excesivo - decidimos vivir la noche de la villa: hubo un poco de todo, incluido un goulash excelente, un garito donde se escuchaba una música magnífica y otras cosas que yo me sé...
En el tren rumbo a Rothenburg la voz metálica de la megafonía anunciaba la próxima parada, Westbronn, me incorporé sobresaltado. Intenté sacudirme la nostalgia, había pasado demasiado poco tiempo para que la dama doliente me atacara, apenas media hora dese la despedida, así que me concentré en mirar cómo moría el paisaje en el fondo de la ventanilla, convirtiéndose en pasado.

En próximas crónicas bávaras contaremos los primeros días del periplo, ya que seguimos viajando hacia atrás en el tiempo (y en los trenes)...

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