Vidas encadenadas bajo el sol - Las paranoias de Addi.


Ernesto había oído hablar en diversas ocasiones del miedo a la página en blanco, desde hacía unas semanas, sabía de qué se trataba ese sentimiento en carne propia. La página luminosa y blanca del portátil hacía tiempo que le petrificaba con su tibio temblor electrónico.
Salpicaba con letras el espacio para la escritura del word para en pocos minutos borrar lo escrito entre resoplidos de frustración.
Tenía un encargo pendiente y debía dos meses de alquiler. Cuando dejó el pueblo y la granja de Teodoro para escribir, para hacer sus sueños realidad y poder contarlos en libros que no dudaba que iría desgranando su imaginación de manera fluida, no pensaba que iba a terminar embarrancado en una página en blanco: inmóvil, asustado, azarado, huidizo.
Edurne había cumplido los cuarenta y siete. A pesar de los malos ratos pasados durante la enfermedad de su hija, seguía manteniendo un rostro atractivo y fresco. No quería llorar más, por eso dejó una nota escueta e insuficiente pero explicativa de la situación en la mesilla de José Luis y abandonó el que había sido su hogar durante los últimos veinticuatro años.
En la calle, el sol bañaba a peatones y coches, un sol de septiembre que aún poseía la fuerza suficiente para obligar a retirar del cuerpo prendas superfluas.
Se asomó al tráfico desde la orilla de la acera, soltó la maleta y levantó el brazo izquierdo a modo de visera para atisbar el tráfico en busca de un taxi, al ponerse de puntillas lamentó haber salido hacia el exilio con aquellas sandalias de medio tacón.
Todo fue muy rápido, un empujón precipitado y un joven del que sólo pudo distinguir unos jeans rojos y una camiseta azul se hizo con la maleta y huyó a toda velocidad perdiéndose entre el bullicio, empujaba la maleta, o más bien la arrastraba por el suelo por el lado frontal, el de las cremalleras, quedando la parte dura del fondo de la maleta en contacto con el asfalto pero por el lado donde no hay ruedas, éstas en la zona alta giraban sucias e inútiles.
Silvia entró en una cafetería y pidió un cortado y un pastel de arroz, dejó la mochila en la silla vacía junto al ventanal y se sentó a su lado. Llevaba toda la mañana intentando que alguien en la gran ciudad quisiera escucharla. Los fanzines que le había dado en padre Miguel no llamaban la atención de los viandantes y nadie quería conocer su historia, estaba empezando a pensar que lo de la evangelización no era lo suyo.
Mientras observaba el tránsito de peatones por el ventanal, pensaba en si misma año y medio atrás. Cuando la leucemia estaba a punto de acabar con ella apareció un donante compatible, una médula anónima le salvó la vida para dejarla, una vez recuperada y con nuevo cabello dando vida a su preciosa cabeza, tan sola como lo estaba antes de la enfermedad. Durante las sesiones de quimio sus padres se habían dado una tregua. A veces pensaba que aquellos fueron los meses más felices de su vida, los tres juntos como cuando era niña, sin asomo de la guerra que había empezado tiempo atrás. Ahora, que la vida había vuelto a ella, la belicosidad había desembocado en una guerra fría, silenciosa y tibia, desordenada y oxidada, en una espera sorda del estallido que acabará con todo.
En estos pensamientos estaba Silvia, con las lágrimas asomando a sus bonitos ojos color miel, cuando un joven pasó corriendo y mirando hacia atrás, un ruido metálico siguió a su fugaz paso por delante del ventanal, un alarido, y luego un silencio agorero e intranquilizador.
Salió a la calle con su mochila al hombro para descubrir a un joven tirado en una cata abierta en la acera, se apretujaba, extendido a lo largo, entre las tierras de la pared del agujero y una roñosa tubería de agua, la sangre empapaba su camiseta azul.
José Luis comentaba el partido de fútbol con su compañero de patrulla. Como veterano no le tocaba conducir, sostenía un sandwich de gasolinera, era insípido y sólo una salsa de extraño color que la etiqueta rezaba como de marisco parecía darle un cierto sentido químico pero extrañamente nutritivo.
Intentaba ocultar su preocupación con chistes y cotilleos del departamento. Lo cierto es que hacía tres días que no veía a Edurne, cuando llegaba a casa, o no estaba, o estaba durmiendo, no se atrevía a entrar en el dormitorio, hacía meses que dormía en el cuarto de invitados; ya no se molestaban ni en darse los buenos días o informarse de los asuntos domésticos o económicos que aún compartían.
Cuando vio corriendo a un joven en la acera apartando a los peatones a empujones supo que algo ocurría. El sol de justicia hacía del coche patrulla, empotrado en un atasco, un horno, decidió salir y empezó a correr tras el supuesto ladrón que arrastraba una desvencijada maleta.
Torció hacia la derecha y lo siguió, no conseguía ganar ni un metro con respecto al huido, había perdido la forma de manera alarmante, tras rodear una terraza abarrotada, vio a unos treinta metros al joven tirado en el suelo, una señora de alarmante edad le había zancadilleado al salir de la pollería; la maleta había saltado por los aires unos metros y estaba rota por la parte dura, donde se instalan las ruedas, y algunas prendas abandonaban el interior como tripas reventadas. El chaval se levantó y siguió corriendo con una evidente cojera. Se detuvo José Luis junto a la maleta, decidió quedarse allí, hacerse cargo del objeto robado y buscar al dueño del mismo.
Se agachó y observó el estropicio, la estructura de plástico se había separado de la tela y el equipaje quedaba al descubierto, no sabía cómo proceder. Abrió una cremallera para evaluar los daños, lo que encontró le congeló la piel que ardía bajo el sol abrasador de septiembre: un cuadro que desde hacía años descansaba en la repisa sobre la tele, en la sala de casa, una foto de Silvia cuando tenía ocho años en la playa de Peñíscola.
Unas sandalias de medio tacón frenaron tras él, las acompañaba una respiración agitada y un llanto ahogado, se giró y vio a Edurne recortando su aún hermoso rostro contra el cielo azul.
Silvia ayudó a Ernesto a salir del agujero. La sangre se empezaba a coagular bajo su nariz y la ceja abierta y sangrante se veía rebozada de tierra negra. Se empezaba a extender un moratón en el mentón izquierdo y en el brazo derecho se arracimaban cortes, ulceraciones y llagas. Le ayudó a caminar, le dolía la pierna izquierda y se sentaron en un banco, en una plazuela pequeña ensartada por árboles aún jóvenes que daban una sombra luminosa por lo poco frondoso de su ramaje.
Abrió la mochila y sacó un pequeño botiquín que siempre llevaba encima, los primeros meses tras su operación solía sangrar por la nariz y tuvo algún mareo, y decidió hacer su misión bien pertrechada.
Ernesto le contó lo ocurrido mientras era curado con cariño infinito por Silvia, le explicó que no era ningún ladrón, pero que estaba desesperado y que no compraba comida desde hacía una semana, tenía hambre, y al ver la maleta en medio de la calle tuvo un arrebato, no sabía que podía encontrar dentro que le pudiese servir de ayuda, era un estúpido, y un cobarde también.
Silvia le miró con una sonrisa blanca e inocente, siempre llevaba el pelo azabache, del que ya lucía una pequeña melenita, recogido en la nuca y sujeto sobre su cabeza con una diadema violeta que le daba un aire de niña pequeña y repipi, se lo soltó y agitó la cabeza para ahuecarlo. Ernesto se quedó mirando la maniobra y pensó que era preciosa.
Ella le contó lo de su enfermedad, le dijo que después de la operación decidió ayudar a los demás. El cura de su parroquia, Don Miguel, fue muy bueno con ella y la convenció. Le dijo:
Lo realmente importante no es si Dios existe, posiblemente no exista, lo importante es el bien que puede hacer por muchas personas su figura. Dios puede que no exista, pero hace milagros, todos los días.
Si yo no me hubiese agarrado a ese clavo ardiente, no hubiera llegado al día del trasplante. Creer me dio fuerzas, Dios, o esa figura de esperanza, de fe, de fuerza hizo que encontrase dentro de mi el poder para conseguir resistir, Dios puede ser un señuelo para vivir, una necesidad para que los que están sólos resistan, tengan compañía y no desesperen, porque cuando triunfa la desesperación perdemos el control y dejamos de existir. Si quieres yo te puedo ayudar a que no estés sólo, yo también lo estoy, y te puedes apoyar en mi, y no desesperar.
Ernesto lloraba mientras escuchaba a Silvia, quiero escribir tu historia, si me la quieres contar, Silvia, sonriendo y acariciando la mano magullada de Ernesto asintió, y se fueron juntos, caminando bajo el sol radiante del final del verano.

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