"La sensación de fracaso personal es absolutamente compatible con la irradiación de éxito popular que se pueda proyectar", arrancó la hoja de papel del carro de la vieja máquina de escribir Continental a la que nunca renunció, y la tiró a la papelera. Es posible que estos no sean los pensamientos más racionales en alguien que en unas horas será distinguido con uno de los mayores honores que escritor alguno pueda alcanzar, pero Ignacio de la Fuente y Uria pugnaba con la suerte de quien será honrado a pesar de practicar una disciplina que no supuso otra cosa que una huida cobarde por el pasadizo secreto de la vida ante el temor de que el destino decidiera concederle sus deseos.
Darse cuenta, o mejor dicho, recordar la frustración que durante años de jugar al escondite consigo mismo ocultó tras un empeño de exculpación literaria muy oportuna y terapéutica, no dejaba de tener su gracia unas horas antes de sufrir las consabidas reverencias falsarias y arribistas de políticos y compañeros de oficio.
Se enfrentaba a la verdad desnuda de su vida, y lo hacía en la madrugada previa a aquella emboscada en la que, en realidad lo que se celebra es su funeral, para que así todos respiren con la tranquilidad de haber cumplido con el viejo profesor, para de inmediato sepultarlo en la cámara de los olvidados aunque siempre citados cuando la ocasión lo hace evidente, repitiendo como papagayos afirmaciones que sólo sirvieron en su origen para tapar una mentira, para vestir de héroe a un cobarde.
Los primeros rayos de sol empezaban a proyectar haces amarillos que se filtraban por la cúpula formada por las rosadas y violetas hojas del frondoso árbol de júpiter cuya plantación le completó como hombre: el libro, el hijo y finalmente el árbol.
De los tres episodios, el árbol de júpiter era el que más sentido tenía a aquellas alturas de su vida: según la profecía del mensajero del Islam Mujammad, el libro significaba el conocimiento, lo cual, en su caso se le antojaba cuestionable al no significar una franqueza vital lo que escondían sus escritos, lo que no dejaba en buen lugar al conocimiento que justo es enlazarlo con la verdad pura y honesta que germina en el corazón y se nutre con la clarividencia de las ideas. El hijo habría de ser quien cuidase de él en su senectud, cosa improbable a toda cuenta de que fue el primero, antes incluso que él mismo, que supo reconocer al estafador que se escondía en la brillante oratoria de un padre que nunca se sintió con la fortaleza moral para educar a un niño y exigirle valor, sinceridad y arrojo; hoy Ignacio es un querido desconocido que hizo su vida lejos de las mentiras filosóficas y los disfraces intelectualoides de un padre que parecía caminar por encima del agua. Marta, la esposa que parecía propicia y a la que nunca amó se fue, desencantada y aburrida de ser menos importante que las personas que su marido se quedó sin conocer por culpa de eludir su camino, y a las que fabricó y trató y amó y odió en sus libros, olvidando hasta aquella madrugada de reproches y desasosiego a quien le hubiera acompañado asiendo su mano por cualquier sendero que él hubiese querido transitar, se preguntaba si acudiría al acto,le gustaría tanto volver a verla.
Pero allí seguía aquél árbol de júpiter que plantó cuando compró aquella casa. Lo hizo disfrazado de jardinero como parte de un artículo y en compañía de un fotógrafo y una periodista de una importante publicación literaria inglesa, sin la presencia de su familia, seguramente escondida en sus habitaciones para no molestar al profesor; hoy aquél árbol seguía en pie, sano y fuerte, hermoso y siempre fiel para prestar sombra y cobijo bajo la ensoñadora luz rosácea que irradiaban sus preciosas hojas al contacto con el sol incisivo del verano, era, en el día más importante de su vida, el único que seguía junto a él, su único amigo de verdad.
Debía ducharse, afeitarse y ponerse el frac que su secretaria había elegido para la ocasión, le esperaba un día que se le antojaba odioso, la culminación rimbombante de una vida brillante pero infeliz, mentirosa. El colofón de su novela más conseguida, su existencia, y que en esta ocasión también tendría un final feliz aunque falaz. El día era ya una realidad clara y flagrante en el jardín, miró a su árbol de júpiter, le guiñó un ojo, y salió de la biblioteca.
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