Nunca había estado tan lejos de su casa, y si alguien le hubiera dicho un lustro atrás que un día se sumergíria en el laberinto urbano de una ciudad como aquella que se recortaba contra el rosáceo cielo de la madrugada, la que observaba desde la cola del control de pasajeros del aeropuerto, se reiría y lo negaría con vehemencia. Belleza y misterio era lo que evocaba aquél skyline, pero en las tripas de tan mágica silueta se escondía un punto rojo en este planeta oxidado de crueldad y pútrido de mezquindad. El sabía que se trataba de una ciudad asediada y con la posibilidad real de un ataque militar inminente y sin previo aviso suspendido cual espada de Damocles sobre la cabeza de sus gentes. Pero allí estaba, quitándose las botas y dejándose registrar por un viejo militar de manos huesudas y dedos nudosos, de mirada cansada y asustada, lo que le daba un aspecto fiero y peligroso. Allí estaba, él, que tantas veces soportó a su padre reiterar sus anacrónicas teorías sobre los viejos tiempos, mucho más duros y exigentes que los actuales. Años cenicientos que hicieron de aquella generación un colectivo de mucho más valor y compañerismo que la actual juventud atiborrada de caprichos, siempre preocupada por tener sus necesidades más frívolas cubiertas, él, que era un digno representante del sálvese quien pueda, que yo tengo el dinero de mis padres.
La oronda funcionaria que registraba su maleta observaba la foto enmarcada de ella, sonriendo y en un inglés aún más indefendible que el suyo preguntaba con ojos maliciosos - Es su novia señor, contestó que si, que venía desde España para encontrarse con ella en la escalinata de la mezquita de la ciudad a las doce.
Meses atrás la vio en la parada del autobús del campus de la universidad, nunca antes había reparado en ella, aunque aquellos ojos de color violeta, como los de Elisabeth Taylor, estaba seguro de que los había visto antes. Ya dentro del autocar, ella se sentó a su lado, la podía ver de perfil, su rostro dibujaba un contorno delicado y al tiempo abrupto, su frente alta y ancha terminaba en el valle que formaban sus cejas negras y pobladas, desde allí arrancaba una nariz que se curvaba levemente sobre unos labios carnosos y húmedos, que pronto pudo comprobar que podían dibujar sonrisas de una pureza y dulzura que nunca creyó que fuesen posibles. Al girarse, su mirada de ojos violetas y enormes se tropezó con sus torpes ojitos castaños, pequeños y sorprendidos; se retiró el manto de pelo, negro, brillante, caudaloso, y lo echó hacia atrás. Con una expresión que parecía concederle la absolución a sus pecados de torpeza, se presentó y le dio un beso, silencioso, nutritivo, húmedo, caliente y que parecía haberse quedado tatuado en su mejilla, cerca, muy cerca de la boca.
Le dijo, en un claro castellano aunque de frondosidad oriental que arrastraba su meliflua voz de hada buena que se cruzaban todos los días, pero que era la primera vez que la veía el rostro, había decidido quitarse el hiyab que le tapaba el pelo y parte del rostro para que pudiese observar cómo era la mujer que se había enamorado de él.
Los siguientes meses condensaron para ambos una vida entera, o tal vez una colección de vidas enteras. Descubrieron que el fin último de la existencia se construye con sueños que se deslizan por el territorio de las quimeras y con besos, compartiendo secretos y administrando segundos que habrán de convertirse en imágenes que alojar en el museo de la memoria, en el muro de los momentos que ojalá se pudiesen atrapar para vivirlos como una foto fija, sin movimiento pero sin dejar se sentir, como esos instantes fugaces en los que parece que la felicidad excita la piel y enerva los sentidos y ni el ayer ni el mañana parecen importar, sólo el ahora, el segundo que muere casi antes de nacer.
Cuando acabó el curso ella le dijo entre lágrimas que tenía que volver a su país, tenía una misión que cumplir con su familia, con sus tradiciones.
El se revolvió, y tras una noche intentando decirse adiós sin conseguirlo decidieron volver a verse, sería en noviembre, en su país de la mil y una noches, un día antes de la boda de ella: un matrimonio pactado con un empresario del petróleo al que nunca había visto, pero que serviría para aunar a ambas familias y fusionar los negocios de su futuro esposo con el monopolio del cemento que ostentaba su familia. Ella siempre quiso ser geóloga y se iba a casar con alguien que agujereaba el planeta.
La vio alejarse bajo una lluvia de verano que parecía brillar en el haz de luz que formaban las farolas, como gotas doradas que se convertían en vapor oloroso al contacto con su pelo, que ya nunca volvió a esconderse bajo ningún hiyab.
El autobús que le llevaba al centro de la ciudad olía a miedo y pobreza, en el aire atestado de insectos se podía masticar la sensación agorera de una oleada de muerte, de cascadas de fuego derramándose sobre las calles, el horror comunicado por las bocinas que anunciaban el apocalipsis bélico promovido por los justos del mundo, que buscan el petróleo que unos pocos, como el prometido de su amanda, robaron con ayuda de los que ahora buscaban con sus bombas arrebatárselo.
Se bajó en una plaza cuadrada, con casas de estuco amarillo y rojo en cuyo centro un hombre escuálido vendía sandías. Tomó entre las manos el papel en el que con dedos temblorosos ella le dibujó un croquis de la ciudad, allí estaban esbozados los últimos seiscientos metros que les volverían a unir, los metros justos para decir adiós sin despedirse de nadie y lanzarse a una vida juntos, buscando el lugar donde anida ese instante de felicidad que anula el ayer y el mañana, aquél que no consiguieron atrapar en Europa.
Aún faltaba más de una hora para la cita. Mientras paseaba, acarreando su maleta, por la ciudad, observaba los rostros de sus habitantes, la falta de esperanza retiraba la sensación de edad a aquellas caras resignadas, carentes de ilusión y entregadas a la religión, como si la muerte y las promesas que traía consigo fuesen su última oportunidad de vida, una curiosa contradicción con la que pensó que no debía ser fácil vivir.
De repente la bocina que alertaba de un ataque aéreo rasgó la inquietud silenciosa que gobernaba la ciudad. Coches de policía atravesaban las calzadas y señalaban a los ciudadanos la importancia de acceder a cualquiera de los refugios antiaéreos.
El se escondió tras un zócalo de adobe que olía a historia. Permaneció allí hasta que la zona se despejó de agentes, escuchaba sus gritos autoritarios engrandecidos por altavoces varias calles hacia el sur.
El cielo se oscureció y un ruido ensordecedor rellenó de terror la atmósfera cálida de la urbe. Las primeras bombas hicieron blanco a pocos kilómetros de su ubicación, pronto el silbido de los obuses se empezó a sentir más cerca, corría hacia el norte en busca de la plaza de la mezquita, no iba a faltar a su cita, las calles se habían quedado siniestramente vacías, decidió dejar la maleta abandonada cuando un fuerte impacto derribó una construcción baja de arcilla y barro a su espalda, a pocos metros. Volvió sobre sus pasos hasta que encontró la plaza donde minutos antes le había dejado el autobús, el puesto de sandías ardía y un agujero de más de dos metros de diámetro señalaba el camino hacia el infierno.
El humo se hizo dueño de la situación, era difícil respirar, tampoco resultaba sencillo consultar el plano, los ojos le escocían y una capa de lágrimas tapaba sus retinas. Ahora apretaba aquél trozo de papel en su puño crispado y furioso.
Giró hacia una avenida atestada de coches detenidos y vacíos, cuatro carriles en los que abandonados cual esqueletos de dinosaurios en la edad del periódico pérmico, los automóviles aún mantenían sus motores en marcha, provocando un olor a petróleo que se mezclaba en dulzón y tétrico batiburrillo con el hedor seco a pólvora y la fragancia pesimista y barata que huía de los escombros de la fila de edificios derrotados que se enracimaba en la avenida de la desolación por la cual ahora corría preguntándose si ella acudiría a la cita.
El miedo por su ausencia pronto se convirtió en pánico por su presencia. Ojalá estuviese bien y no hubiese sido tan loca de salir en su busca. Seguro que estaba en un refugio a salvo de la destrucción impuesta por los guardianes de la vida, que su familia no le había permitido penetrar en aquella espiral de muerte, de ruido y de cazas que dibujaban sombras que rajaban el suelo mientras dejaban caer fuego de sus tripas.
Un último giro y se toparía con la mezquita, sólo en ese momento empezó a tener miedo por su vida, y sobre todo por la de ella, si al menos pudiese llamarla, pero su familia no le permitía tener teléfono móvil, sólo era una mujer.
Vislumbró la mezquita, solemne bajo el sol que proyectaba su sombra majestuosa entre una cortina de humo y polvo. No veía nada, olía a descomposición y el calor del fuego que arrasaba un autobús le hería la piel.
Se acercó al templo desafiando al azar de bombas que buscaban en la inocencia de una ciudad tan hermosa como aquella, repleta de gentes que no entienden, pero que temen por quienes quieren, causar un daño oneroso, cicatero y ruin; avaro y desalmado.
Entró buscando refugio en los soportales que rodeaban al edificio santo, desde la palidez de la fachada principal, impresa de retorcidas claves alfabéticas, se extendía una escalera blanca y ancha, se apoyó en la puerta de bronce que daba entrada a la mezquita, desde allí dominaba la escalinata, sintió un alivio al contemplar que no había nadie en la misma.
Una bomba impactó contra un edificio a pocos metros, el fuego parecía querer huir del interior de una de las viviendas por la ventana del primer piso iluminando la oscuridad que olía a queroseno y que se había cernido sobre el corazón del Islam. Gracias a éste fúnebre foco de luz pudo observar una explanada de baldosas blancas salpicada de cadáveres, el horror le cegaba la razón y las lágrimas dolían en sus ojos ante la incomprensión y el miedo, ¿y si ella era alguno de esos cuerpos derramados por el suelo?.
Un avión volvía a sobrevolar la zona, el se echó al suelo y empezó a voltear los cuerpos sin vida: ancianos, policías, mujeres... personas, pero ella no estaba, aunque era consciente de que algún cuerpo se le había escapado, se arrodilló, selló su frente al el suelo y lloró, por él, por ella, por el mundo. Cuando el sollozo se hizo salvaje alguien le abrazó por la espalda, fuerte, y sintió el dulzor sanador de unas lágrimas calientes deslizándose por su mejilla; ella estaba allí, con él, la miró y lloraron juntos, abrazados; en ese momento entendieron que en medio de aquél horror injusto y fétido consiguieron atrapar el momento, el instante en el que desaparece el ayer, y el mañana es sólo una hipótesis, y se fundieron en un sentimiento que sabían eterno. Mientras maldecían a un mundo miserable que se volvía a inmolar, ellos se amaban...
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