Cada mañana al despertar se repetía a si mismo que necesitaba a alguien. Alguien que le cuidara, que se preocupase por él, ya que él no lo hacía. O por lo menos, alguien que le acompañase en alguna de sus excursiones hacia el vacío, que le tomase de la mano y le ayudase a encontrar el camino de vuelta a casa alguna de esas noches ruines, cuando la oscuridad de la madrugada esconde el sendero de regreso a unos ojos manchados de dolor y amargura, a un cerebro abotargado de recuerdos, a un corazón empapado de alcohol, de desesperanza.
Despertaba con la boca incendiada, como si sobre la lengua se hubiese librado la batalla definitiva por la supervivencia entre los dos últimos dragones. A veces la primera y débil luz del sol le sorprendía en la cama de alguna mujer sin futuro y con serrín en las entrañas, como él. Alguna dama errante que durante una noche olvidada y sin escenas, había conseguido compartir con él su rencor por un pasado moldeado a golpe de fracasos, otra mujer sin nombre y sin rostro que aparcar en la memoria. Sofocados sus pasos por los ronquidos etílicos, entre la neblina del hogar ajeno y extraño, huía sorteando las agoreras luces del amanecer mientras una lucha de arrepentimientos nublaba su cerebro y la bilis arrasaba su paladar, que se resquebrajaba por efecto del whisky de garrafón.
Aquella noche podía haber entrado en cualquier taberna de la ciudad, pero entró en la de Lola. Una luz tenue y sucia dejaba distinguir las figuras de una pareja sentada en una mesa, al fondo, en lo que parecía el borde del abismo hacia el infierno. Se acodó en la barra haciendo girar como si de una peonza se tratase una moneda de dos euros.
Lola se acercó cansinamente, preguntó que iba a ser, un whisky, barato, el más barato, contestó él sin mirarla, sin advertir sus ojos verdes, tan tristes y arrugados como los suyos, sin reparar en su cabello caótico y desgreñado, de un negro fatídico, sin darse cuenta que en su rostro llevaba escarificado un pasado de amargura, de cobardía y de dejarse arrastrar por la pendiente del fracaso, sin comprender que eran desconocidos compañeros de travesía.
Pidió una segunda copa, la pareja del fondo abandonaba la taberna zigzagueando, buscando el refugio de la noche. Entonces reparó en una máquina de discos al final del bar, detrás de la mesa que ocupaba la pareja, se acercó, se trataba de una antigua máquina de aquellas que funcionaban seleccionando la canción mediante la búsqueda de un número que correspondía con el disco elegido haciendo girar una rueda dentada que ocupaba un lugar central en la consola, escudriñando entre los títulos de las canciones, escritos con bolígrafo azul sobre trocitos rectangulares de papel de cuaderno unos cuantos siglos atrás, se podía ver las tripas del engendro: un plato pequeño, para singles, con un brazo mecánico que buscaba el disco de entre dos montones que se elevaban a ambos lados del plato y lo colocaba sobre la redonda cama de goma, para una vez terminada la canción y retirada la aguja, volver a depositarlo en su lugar.
- ¿Funciona?, preguntó girándose y descubriendo por primera vez el rostro de Lola.
- Claro, respondió mientras golpeaba el mostrador con un pequeño montón de monedas de cinco pesetas. - Pero con duros, no con euros, a las canciones invita la casa.
- Gracias, por cierto, me llamo Juan. El encontronazo con los ojos de Lola le pilló desprevenido, como si de dos espejos se tratasen se vio reflejado en el verde fondo de desesperanza que le quitaba la luz que sin duda un día tuvieron, sintió que algo se tensaba en su interior. - ¿Alguna petición?...
- Algo que se pueda bailar, respondió Lola con una media sonrisa, mientras abandonaba la barra para cerrar la puerta del establecimiento. Hecho esto, se sirvió un whisky, igual de barato que el que él bebía y se sentó en el único taburete que tenía el bar, observando como elegía una canción en la vieja máquina.
Tras el crujido que provocó la aguja contra el vinilo, se giró y haciendo una cómica reverencia pregunto.
- ¿Bailas?. Lola no se podía creer que hubiese elegido aquella canción, años atrás fue su favorita, pero hacía tanto tiempo que no la oía. Salto del taburete y se agarró a su pescuezo, como si del último tablón tras el naufragio se tratase.
Bailaron y lloraron, pero apenas hablaron, sin saber cómo, se comprendieron y sintieron la necesidad de apretarse y darse calor, y besarse, y beberse las lágrimas ajenas mezcladas en whisky, y morderse el cuello, y los hombros y los pechos y los muslos. Derramaron el whisky para que beber no les quitase tiempo a los besos, subieron a casa de Lola y se arrancaron la ropa, ella aún susurraba en su cabeza la canción de Vainica Doble, estaba volando, olvidando su condición. Él por su parte, se sentía un astro rutilante de la gran pantalla.
Amaneció y el sol les saludo desnudos, abrazados. Por una noche, sus sueños no fueron pesadillas, y el nuevo día les descubrió en el aire, volando, brillando, triunfando.
Juan fue el primero en despertar, Lola dormía con una sonrisa en el rostro, bonita, como una joven novia de los años ochenta quebrando la voluntad de su futuro, la besó con cuidado, como si fuese un bebé. Pero sintió que el miedo se hacía dueño de su voluntad, que los latidos de sus sienes le señalaban el camino de huida y que el corazón no resistiría una vida con ganas de buscar la luz, temblaba, lloraba y casi podía mascar el fétido aliento de su eterno acompañante, el fracaso. Cerró la puerta con cuidado, regresó a su lóbrego rincón.
Paseó su dolor durante toda la mañana, intentó zafarse de sus miedos; sufrió y renegó de si mismo. Esta vez el rostro de Lola si había encontrado acomodo en su memoria, sus ojos verdes habían recuperado la luz cuando el alba les obligaba a dormir, rendidos y felices, y ella sonreía a cada ocurrencia suya, a cada beso que le daba en la nariz, en las orejas, en el cabello, y el soñaba que sería como el Barón Rojo. Hasta que llegó al balcón, desde allí pensó que podría volar, volar y volar. Y olvidar.
Subido en la baranda de la terraza, temblando ante la presencia del vacío, veía como el cielo empezaba a dejarse vencer por la noche en el horizonte, la oscuridad ganando a la luz, el miedo derrotando a la esperanza, las lágrimas arrasando los ojos verdes de Lola, apagando de nuevo su luz. No la conocía, y sólo quería volver a verla, pero ¿Qué podía hacer él?... no sabía volar, sus alas eran de algodón.
Los ojos de Lola apagándose, arrugándose, inundándose... ¡saltó!, pero hacia el interior de la exigua habitación, corrió por las calles, gritando y golpeando con sus puños al aire, así se despojaba de sus alas y entonces empezó a volar, brillar, vivir... Hasta ese momento no había advertido que eran unas alas de plomo.
Entró en la taberna de Lola, la misma pareja de la noche anterior, los mismos ojos sin luz.
- Una cerveza y monedas para la máquina de discos, por favor.
Lola salió de la barra, cerró la puerta mientras echaba a la pareja que seguía zigzagueando, y cuando se reunió con Juan, sus ojos brillaban rebosantes de luz, Juan ya no tenía miedo, Lola cuidaría de él, y él de ella, eligió la misma canción que la noche anterior y con una cómica reverencia preguntó.
- ¿Bailas?.
reconforta volver a leer tus paranoias. Grandes pasajes por aqui
ResponderEliminarMuchas gracias, yo también las echaba de menos.
EliminarSaludos.