Igual que hace treinta años - Las paranoias de Addi.


La luz que se filtraba por el hueco que dejaba la persiana, cerrada sólo a medias, fue suficiente para despertarme. Me dí la vuelta y descubrí su cabeza junto a la mía. Respiraba acompasadamente, con un ronquido que parecía acariciar sus sueños, bucear en el aire viciado del dormitorio, recoger para guardar en la memoria las palabras disparadas durante una noche de sentir y no discernir, de pelear contra la piel ajena y desdecir a la historia, a nuestra historia.
Me deslicé despacio hacia fuera de la cama, intentando que mis movimientos no provocasen un terremoto en el colchón, no quería despertarla. Con ambos pies en el suelo, no pude resistir la tentación de mirarla dormir. Dormir así es una forma de arte, un cuadro viviente que solo se puede colgar del muro de recuerdos de la memoria. La boca sonreía formando una curva rosa que arrugaba sus mejillas, las retorcía y dibujaba en ellas dos hoyuelos que hacían de aquel rostro, hace tiempo sumergido en la cuarentena, una eterna exposición de adolescencia.
El óvalo de la cara continuaba tirante en las mandíbulas, demasiado huesudas, esculpiendo unos contornos cortantes y radicales bajo sus orejas, siempre desnudas de metal y piedras, pequeñas y ocultas bajo el estropicio de bucles negros que seguían brotando de su cráneo.
De repente, arrugó la naricilla, aspiró con fuerza y abrió los ojos. Agitó las pestañas, acondicionó las pupilas al claroscuro de la habitación y me sonrió con todo el rostro.
La disciplina se disolvió en el néctar color caramelo de sus iris. La fuga se frustró tan pronto las fosas de sus mofletes se hicieron más profundas, más infantiles; generalas que dirigían mi voluntad.
Me dejé caer sobre el colchón, cual camikace dirigí mis labios hacia los suyos, que seguían cerrados, construyendo una línea serena que tenía réplica de perfecta geometría unos centímetros más abajo, en el contorno de su barbilla.
Los abrí con mi lengua, no encontró oposición, y buscó sus pensamientos en el paladar, en las encías, en el hueco que dejaba la extraviada muela anterior a la del juicio, aquél que nos había abandonado aquella madrugada.
Hundí mi cabeza en su pelo, olía a papelería de barrio, a salitre, a hierba recién cortada, igual que hace treinta años.
Cuando nos separamos, una noche fresca de abril, con la plaza de toros como único testigo de mi abatimiento. Aquello me pareció un prematuro fin del mundo. Sentía que mi corazón hacía sangre por cada costura reventada, por cada compuerta desencajada, por cada desagüe de seguridad sobrepasado.
Cuando nos encontramos, hace unos meses, en un bar que solíamos frecuentar en los ochenta: recordamos las manifestaciones de estudiantes, mi cólera ante la injusticia, su miedo a que nos separasen, las manos enlazadas ante el cataclismo de bolas de goma surcando el aire de la Gran Vía; me dí cuenta de que ella también albergaba recuerdos de entonces, de cuando eramos tan poderosos que el tiempo no significaba más que el desierto de minutos que transcurría entre beso y beso.
Su divorcio obsceno, sus hijos intermitentes, la ceguera de la madurez no acogida con la alegría que nos hace jóvenes eternos, el arrepentimiento; todo aquello se mezcló con mi fracaso, mi frustración, mi infinita caminata de vampiro errante que siempre busca en el lugar equivocado.
No podía ser, o tal vez si. Olía tan bien: a papelería de barrio, a salitre, a hierba recién cortada, igual que hace treinta años...



Comentarios

  1. No son nsada treinta años, Addi. Un gusto leer tus paranoias.

    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Es cierto amigo mio, pasan tan ràpido...
      Gracias Gonzalo.
      Un abrazo.

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