La cala del mensajero - Las paranoias de Addi.


La descripción que del peligroso enajenado daban por televisión no dejaba el más mínimo reducto a la duda. Desde hacía días, un tipo como el que describían los telediarios dormía en la playa de un precioso y escondido pueblo de pescadores. Aliado con el buen tiempo, que santificaba a los sufridos marinos aquella primavera norteña, se le podía ver mirando al mar, al horizonte, tocando una vieja guitarra española astillada y uniformada con pegatinas y dibujos.
En una aldea como aquella: diminuta, de gentes indiferentes a las moderneces, de pescadores genéticos, de ancianos descreídos que ya solo creían -aunque con fe ciega- en el sol de la mañana y las estrellas de la noche, no podía pasar desapercibido el extraño sujeto que había montado una destartalada tienda de campaña en la 'cala del mensajero', con la noche como natural camuflaje y la luna llena como cómplice y testigo.
Se decía de él que podía ser peligroso, y que se había escapado de un prestigioso centro de salud, aunque no estaba claro quién pagaba la elevada factura del mismo.
Según parece, iba de un lugar a otro, errante y sin un punto fijo en su destino. Se sospechaba que había perpetuado algún robo en varios comercios a su paso, incluso utilizando para llevar a cabo sus propósitos la violencia y algún arma blanca. Pero esto, solo es lo que decía la televisión.
En el pueblo había paseado por las calles, con su guitarra y su abstraída sonrisa. Por la mañana y al atardecer se le podía ver cantado frente al mar preciosas baladas en una lengua extraña. Lo hacía con una voz cristalina que parecía salir por los poros de su piel, pues los más osados que se habían acercado a su vera, decían que cantaba sin abrir la boca, y que las coplas eran hermosas, como rezos a la naturaleza;  y que mientras se dispersaban hacia el horizonte, su rostro dibujaba una amplia sonrisa, como una sonrisa de esperanza y perdón.
Se acercó la tarde del segundo día tras su llegada a la ventana de una enlutada viuda: doña Enedina, siempre malhumorada y reiterando las bondades de su difunto esposo: un marinero que, siendo aún muy joven, una mañana dicen que salió a la mar, y no volvió. Muchos pensaban -y piensan- que no era el fondo del mar el que mecía su musculoso cuerpo, sino alguna sirena de la capital, sin cola ni mar de por medio.


Sonreía y admiraba sus macetas. Reparó en el mal estado de unas rosas amarillas que se debatían entre la tierra y el cielo dentro de un quebradizo macetero de barro. La viuda le miró con expresión aviesa, pero el extraño no se dio por aludido; sonrío, y rozó con un dedo el laberinto de venas verdosas que era la mano de la anciana, que de repente sintió como su corazón se despojaba del peso de unos recuerdos impertinentes, agoreros y putrefactos, volviendo la auténtica paz y el ardoroso amor por su marinero extraviado en el océano, al mismo estado en que estaba cuando se casaron en la ermita del montículo que preside el rugir de las olas a sus pies, vigilando al mar, aquél que años después habría de separarles.
Sacó una botella de su roída mochila roja, y regó con una extraña agua color azucena la tierra que parecía que iba a sepultar a las flores.
A la mañana siguiente, las rosas, ahora rojas y blancas, parecían pedir espacio a Dios para poblar el mundo de color y aroma de vida, tan silvestres y hermosas se mostraban ante el sol recién llegado del día.
La mañana del domingo, mientras las gentes estaban en misa, y Darío, el hijo del herrero, se golpeaba una y otra vez contra los adoquines que alfombran la plaza, empeñado en dominar la vieja bicicleta que antes fue de su hermano Rodrigo y después de su hermana Rocío, el nuevo vecino de la playa apareció con su sonrisa impregnada de primavera, y levantó del suelo con cariño al pequeño Darío. Le montó en la bicicleta, le enseñó una sonriente luciérnaga que llevaba en la mano, que irradiaba luz de un color indescifrable, y que despertó la admiración del zagal. Le guiñó un ojo y lanzó al luminiscente animalito, que salió volando en dirección a la calle mayor, Darío salió pedaleando detrás del coleóptero. Cuando finalmente éste desapareció, al final del pueblo, perdiéndose en el bosque, iluminando los troncos de los eucaliptos, Darío se dio cuenta de que lo había logrado: sabía montar en bicicleta.


Los vecinos se encariñaron con el nuevo habitante del pueblo. Los zagales le dejaban jugar con ellos al fútbol, algunos jubilados le daban de beber de la bota cuando pasaba junto a la taberna, los pescadores le acercaban a su tienda sardinas y anchoas recién pescadas, que él asaba en la playa, aromatizando toda la aldea; incluso alguna jovencita se enamoró de su largo y rizado cabello negro, de sus profundos ojos azules y de su sonrisa, siempre bendecida por una suerte de alquimia purificadora.
Las noticias insistían en lo peligroso que podía llegar a ser el vagabundo, y aportaban un número de teléfono para que llamase cualquiera que tuviera alguna pista sobre su paradero.
Raimundo, el alcalde, organizó un pleno en el ayuntamiento al que también asistió don Elías, el cura; doña Concha, la doctora; don Serafín, el terrateniente y Juanete, el dueño de la tasca, por regentar el establecimiento que hacía de receptáculo de las noticias que circulaban por el pueblo de forma oficiosa.
No se invitó a la pareja de la guardia civil, pues manifestaron desde un principio su intención de no querer formar parte de una evasión de lo que deben ser las responsabilidades como ciudadanos de las gentes, aunque prometieron acatar la decisión que se tomase con respecto a si era lo preceptivo delatar al joven.
En menos de media hora, todos los concejales, y las fuerzas vivas del pueblo, alcanzaron, por primera vez en décadas, una resolución de manera unánime: no encontraban ninguna actitud sospechosa ni peligrosa en el joven, y no lo delatarían, al contrario: al día siguiente se presentarían en la cala para ofrecerle un trabajo y un alojamiento en una de las casas de don Serafín, hasta que se estableciese y pudiese hacer frente al pago de un alquiler.
Pero a la mañana siguiente el pueblo se despertó antes de que el sol iluminase el horizonte mojado, cuando los pesqueros aún avanzaban rodeados de noche. En la cala se había congregado una pequeña multitud de periodistas armados con cámaras, micrófonos y furgonetas que hacían un ruido infernal. Habían enmoquetado el suelo de cables y transformadores. Se gritaban entre ellos y hablaban ante las cámaras con la 'cala del mensajero' de fondo.
La policía, que llegó desde la capital ante la inoperancia de la benemérita pareja del pueblo, tenía cercado al joven de la sonrisa eterna. El amanecer dejaba ver tímidamente su tienda de campaña, y todo indicaba que lo pescarían durmiendo.
En el pueblo todo el mundo estaba triste.
- Este joven no ha hecho nada a nadie. Aquí se ha portado muy bien con todos y queremos que se quede- decía el alcalde a una de las cámaras de televisión, aunque según parece, su declaración no fue tomada demasiado en serio, y mientras hablaba a codazos, el programa de AR estaba en publicidad y la cámara apagada.
Don Elías, el cura, tranquilizó a los más jóvenes, que pretendían ayudar al desconocido con una acción tan desesperada como bienintencionada, que a buen seguro no serviría de nada, salvo para ganarse ellos un disgusto con las autoridades y perjudicar al pueblo.
Algunas mozas lloraban, y las señoras denunciaban entre hipos y ayes la vergüenza de actuar de aquella manera contra un buen chico, que sabía cantar como los ángeles, curar a las flores, y enseñar a montar en bici a los chavales.
Cuando el sol ya mandaba en el cielo azul oscuro de la primavera cantábrica, la policía entro en la tienda de campaña, con las pistolas en la mano y los grilletes prestos a enlazarse en las frágiles y artísticas muñecas del joven.
Las cámaras echaban humo. Los reporteros transpiraban emoción y ambición profesional, pateándose entre ellos por el mejor ángulo, o por el fondo de cámara más atractivo.
El jefe de policía llegó, fatigado tras escalar por la empinada cuesta que daba acceso a la 'cala del mensajero', y por la prominente barriga que afloraba por encima del ceñidor, en el que descansaban sin un solo segundo de gloria, la pistola y los grilletes. Se paró frente a las cámaras y los curiosos, secó su frente con el anverso de su oronda mano, y con cara circunspecta notificó que el vagabundo no estaba en la cala. En el interior de la tienda no había nada ni nadie.
El pueblo estalló en un grito de alegría. Poco a poco los periodistas abandonaron las eras frente al mar, dejando el lugar como el escenario de una batalla, el silencio volvió a la aldea y la playa volvía a estar silenciosa, muda, solitaria.
Nunca más se supo de aquél joven, pero desde entonces, 'la cala del mensajero', es conocida como 'la cala del amigo desconocido'.

Texto corregido y adecentado, como siempre, por mi amigo Paco Evander.

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