La noche ya tendía su negro manto sobre el cielo gris de Viena. Las farolas se iban encendiendo poco a poco, dando a la ciudad un encanto eléctrico y cálido que no había tenido durante toda la jornada, dominada por las lloviznas y el ceniciento tono del cielo, y por ende del aire y el paisaje.
Mi primer día en Viena había venido marcado por una atmósfera triste y lenta, que parecía retener el paso del tiempo entre sus gotas de lluvia alargadas y su muda pero impenitente brisa fresca.
El suelo empezaba a cobrarse mi insistencia en pisar sobre él con un dolor creciente que arrugaba la planta de mis pies, y una llamada incisiva y punzante me invitaba a sentarme y calentar mi ánimo con un café.
En la avenida Josepfstädter, a la altura del número 10, esquina con Landesgerichtsstrase, por donde venía caminando, una luz amarilla y temblorosa se proyectaba sobre el suelo de adoquines aún húmedos de la última llovizna. Miré por una ventana lateral y observé el interior de una cafetería de imponente aspecto. Giré hacia la derecha y penetré por la vetusta puerta de madera, vestida con un cristal invisible de puro limpio, y plantado en el hall, me pareció retroceder 80 o 90 años en el tiempo.
El maitre me invitó a sentarme en una mesa pequeña junto a las cinco escaleras que conducían a una altura levemente superior del local, donde una fila de sillones antiguos, de brillante madera de caoba y excelentemente tapizados en un granate taurino, discurrían en fila corrida adosados a la pared, dominando la panorámica del establecimiento. Sentados allí, tras unas exquisitas mesas de forja, coronadas por tablas de mármol blanco, los vieneses degustaban café, tartas y paladeaban el paso del tiempo, que allí parecía representar una extraña mascarada, al ritmo de un vals lejano y extrañamente conocido que parecía formar parte del mobiliario y sonido del café, junto al tintineo de tazas, cubiertos y platos.
El maitre me ofreció la carta. Lo frugal y decepcionante de la comida invitaba a combatir el hambre con una merienda suave. Me dejé aconsejar, y en pocos minutos tenía ante mí un tazón de límpida cerámica blanca con el nombre del establecimiento troquelado sobre su superficie exterior: "Café Eiles".
El contenido no ofrecía un aspecto especialmente subyugante: se trataba de una especie de sopa tibia de cebolla, con un bloque cuadrado de pan, que resultó ser un hojaldre de finísima elaboración, flotando sobre el líquido verde y humeante.
Para hacer honor a la verdad, la sopa estaba deliciosa, y el contraste con el dulzor del hojaldre ofrecía una caricia al paladar difícil de imaginar a priori. Rubriqué la merienda con un magnífico café vienés, caliente y dulce, que me beso los labios primero y jugó con mi lengua después, en lo que fue el más excitante y sorprendente juego sexual que recibía desde hacía tiempo.
Entonces, la música se elevó y un vals empezó a deslizarse, vaporoso por las dos plantas de la cafetería. Se filtraba por todos los rincones, y parecía aromatizar el aire.
De pronto, y como aparecida de la nada, una pareja empezó a bailar a mi vera. Intuía a mi espalda sus requiebros al pie de las escaleras. Nadie parecía reparar en ellos, solo yo. Me giré, y comprobé que se trataba de dos hombres: uno con rostro enjuto y rasgos de haber sufrido las inclemencias de la vida; el otro, más joven y con un cabello que caracoleaba sobre sus cejas pobladas, que parecían sostener colgados de su espesa mata negra unos vidriosos ojos tristes de color avellana.
Vestían elegantes pero desfasados trajes de lana, chalecos y corbatas de seda, y camisas de ese blanco amarillento propio de las fotos de nuestros abuelos.
El de la mirada triste, parecía consciente de que aquella era la última danza y fijó su mirada en mí. La música parecía sentenciar al resto del local por su indiferencia, y empezó a sonar solo encima de la pareja de bailarines. Las luces se desinflaron, y un haz solitario se concentró en la pareja. Los ojos tristes y avellanados del más joven seguían clavados en los míos, solitarios y sorprendidos, parecían pedir comprensión y silencio, como si me implorasen que guardase un secreto.
Entonces desvío la mirada, acercó su boca de labios gruesos y ruidosamente rojos al oído de su amante, ahora entendía que era eso el del rostro avieso: su amante. Y empezó a entonar con voz rota:
En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del "Te quiero siempre".
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orilla tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
Este vals, este vals, este vals,
Te quiero, te quiero, te quiero,
En Viena hay cuatro espejos
Porque te quiero, te quiero, amor mío,
En Viena bailaré contigo
Cuando terminó la danza y el poema, la música calló, el bailarín rapsoda dejó escapar una lágrima amarilla y sonrío con amarga melancolía, besando en la boca a su pareja con el desprendido abandono del que sabe que todo ha terminado.
El maitre rompió la ensoñación preguntando si todo estaba bien. Perfect, thanks.
A mi alrededor todo seguía igual que antes de aquel extraño suceso. Nadie parecía haber visto a los bailarines, ni oído el vals flotante. Volvió la susurrante música lejana y rutinaria, y la luz recuperó su jurisdicción. El murmullo de biblioteca, propio de los grandes espacios públicos de Centroeuropa, se volvió un estrépito en mis oídos. La triste y extraña poesía había pasado inadvertida para todos, excepto para mi.
Di las gracias al maitre, pedí la cuenta, y busqué a la pareja de enamorados entre la bruma de décadas que oreaba el "Cafe Eiles". Todos estaban charlando animosamente. La pareja había desaparecido... o tal vez nunca había estado, todavía no lo sé.
Pagué, salí con la sensación de que escapaba de un sueño, y me perdí con mis pensamientos, en la oscuridad, ahora total y escarchada de la preciosa noche otoñal vienesa.
El poema es, evidentemente: "El pequeño vals vienés" de Federico García Lorca. Incluido en su poemario: "Poeta de Nueva York" publicado en 1940.
Adjuntamos algún enlace de interés donde se analiza esta maravillosa composición:
https://www.poemas.de/pequeno-vals-vienes/
https://elgatoeneljazmin.wordpress.com/2014/08/07/pequeno-vals-vienes/
https://es.quora.com/De-qu%C3%A9-trata-el-poema-Peque%C3%B1o-vals-Vien%C3%A9s-de-Federico-Garcia-Lorca
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