Sus dedos se clavaban en el aire estancado de la habitación, como si estuviese sumergido en una ciénaga apestada de insectos. La vista avanzaba torpe y a trompicones, como nadando en una atmósfera de blandiblup. Los pensamientos veíanse interrumpidos por un zumbido tóxico, como si en su cabeza habitase un mechero barato con el pulsador del gas perpetuamente apretado. Las articulaciones protestaban con grotescos chasquidos cada vez que eran activadas, para callar de nuevo asumiendo un reumático aburrimiento. Las tripas, vacías de alimentos y sensaciones, ya no esperaban apetito; y los ácidos subían a la boca y al cerebro para manifestar el decrépito estado de su hogar. Los oídos se hacían cruces preguntándose por la música que animaba sus días. Aquella música de primavera que se llevó Alicia, y que salía de su garganta siempre alegre.
Ella se llevó la música, sí; y el olor a flores frescas, y la arquitectura perfecta de su cuerpo estirándose en la cama los domingos por la mañana, extendiendo así el tiempo para soñar, también despiertos.
La única realidad que rondaba su abotargado cerebro era la necesidad de reponer la ya agotada botella de whisky, y rellenar la cubitera, también vacía, y sucia, y caliente.
Recordar cuando besaba sus párpados con la ilusión de cambiar el color verde de sus ojos de hechicera, tampoco ayudaba. Ni los abrazos haciendo que sus pies se elevasen sobre el suelo, volando como una heroína de cuento de hadas. Ni los dibujos de quimeras al alcance de la mano que pintaba su lengua en el cuello blanco y de seda.
Se levantó del sofá tras una cantidad indeterminada de horas. Hacía demasiado tiempo que su cuerpo no atravesaba unas coordenadas temporales definidas por su cerebro, demasiado ocupado en recordar cómo ocurrió, cómo la perdió.
Debía ser madrugada en la calle. Abrió la persiana y la farola que es vecina de la ventana le regó con una luz sucia y amarilla que dejó en evidencia la palidez de su rostro demacrado y sin expresión.
Abajo, en la acera, una pareja de novios jugaban a quererse entre risas, zarpazos y miradas como océanos de vida en pleno maremoto. Los observó y por un momento la escena arrancó una sonrisa a su boca pastosa y encallecida de hablar solo para adentro.
Ahora comprendía que los semáforos en rojo de sus sueños, eran avisos de que la vida estaba a punto de impedirle el paso a la avenida de los deseos realizados.
Y ahora también se daba cuenta de que el amor no es algo que se pueda dar por sentado; que el ayuno de besos terminó apagando la luz de unos ojos que se habían acostumbrado a la inyección de color de unos labios que se posaban con liturgia de fe sobre sus párpados; que la música que cada día sonaba más ocre en su garganta, más ronca y desafinada, añoraba las caricias de una lengua pintora y artista; y que las flores que aromatizaban sus días las recogía después de cada abrazo, cada vez que el vuelo hacia el oasis del techo ponía al alcance de su mano aquél jardín particular y mágico.
Cuando acabaron los besos, los abrazos y los paseos mojados por su piel, se fue acabando el sentido.
Mañana es lunes, y pasado mañana, nunca.
Cuando se fue, no dijo hasta luego, dijo adiós.
Correcciones y puntualizaciones a cargo de Paco Evánder.
Cierto como la vida misma: el amor no es algo que se pueda dar por sentado.
ResponderEliminarGenuina paranoia.
Un abrazo!
Paranoia arrebatada jejeje. El amor al final es un motor único.
EliminarUn abrazo.