Mascarillas, amor y una tormenta - Las paranoias de Addi.


Era una noche inusualmente cálida de otoño y el O'Hooligans era mi garito favorito de San Petersburgo, salía con el paladar sucio de cerveza y vodka, los oídos llenos del "Hunky Dory" de David Bowie y la pituitaria envenenada por el varonil y al tiempo dulzón perfume de un acompañante misterioso que apareció como un fantasmal caballero andante desde el averno de los lavabos y que no estaba dispuesto a dejar que aquella noche galopara solo.

Para acceder a la calle hay que ascender por unas escaleras que se arraciman en paralelo a la fachada obligando a ejecutar un giro de noventa grados hacia la derecha al abandonar el local. El final de la escalinata te enfrenta a una vía transversal que se impone luminosa y ruidosa a unos veinte metros y que no es otra que la señorial y tumultuosa avenida Nevsky.

Mi cerebro funcionaba al ralentí, por un lado trataba de asimilar el alcohol ingerido con el estómago vacío y por otro fantaseaba con una noche que prometía aventuras y misterio en un territorio propio de una novela barata de espías.

En un punto de la acera, antes del encontronazo con Nevsky, se fundía la semi oscuridad del callejón del O'Hooligans con la agitada luminiscencia de la gran avenida, era como un agujero negro en medio de la ciudad, una coordenada espacio temporal donde convergen sonrisas y brillos en las retinas, aromas de mandarina, caoba y cilantro y temblor de piernas.

Entonces aparecieron, como una comitiva espectral: eran un grupo de turistas orientales, todos con las bocas tapadas con mascarillas blancas. Las bocas parapetadas tras los trapos relucientes ponían en evidencia la presencia de unos ojos que parecían crecer en busca del aire que le falta a la nariz, como si la falta de libertad respiratoria excitase el sentido de la vista, convirtiendo los semblantes en terroríficos rompecabezas propios de un alienado profesor fanático que busca al ser humano inmortal y perfecto, con inverosímiles y al tiempo terribles experimentos, para lo cual era necesario patrullar la ciudad en busca de la pieza exacta con quién oficiar el sacrificio.

Me asustó y por algún motivo la imagen se alojó en ese lugar inaccesible de mi naturaleza que almacena las escenas podridas y funestas que nos toca vivir y no conseguimos olvidar.

Y por supuesto no consigo olvidar a aquella Santa Compaña que transitaba por la bella San Petersburgo en un cálido otoño hace unos años, es el enlace que mi cerebro hace una y otra vez cuando salgo a la calle para mezclarme con los rostros semi enmascarados que miran con hiriente ansia buscando con los ojos lo que se les niega a los pulmones, a la garganta.

*****

La fui a buscar a la salida de su oficina, la tarde voló precipitada y menos calurosa de lo que sería imaginable en julio, Bilbao conjugaba júbilo y desamparo según la zona de la ciudad y nosotros nos cogimos de las manos para patrullar por el área vaciada, a la que no accedían los turistas, la zona que aún parece estar confinada.

Cuando la noche nos alcanzó visitamos nuestras mecas favoritas de la ciudad: bebimos y reímos, bailamos y filosofamos, volvimos al lugar recurrente de nuestras conversaciones y desechamos una vez más la búsqueda de la tranquilidad en las zonas comunes que la costumbre y la educación religiosa han impuesto.

Ella estaba preciosa con su minifalda marrón y la blusa que compró en Jamaica, una conmoción anárquica de chillones colores, y con esos botones de hueso grandes y muy separados entre sí, formando una ventana al paisaje de su piel que enciende a una a imaginación que conecta mis ojos con mi entrepierna.

Estaba deseando de llegar a casa, quitarme de encima a los enmascarados que me rodeaban, olvidar el cortejo fúnebre de San Petersburgo y tragar el aroma de su perfume, el que le regalé en su último cumpleaños y que empapaba mi imaginación con sus efluvios de ciruela, coco y vainilla.
Arrancar la mascarilla y descubrir sus labios, como si fuese la primera vez.

En la madrugada, en la vereda de prendas que conducía desde la última copa en el salón hasta la cama, las mascarillas eran parte del desolado panorama del campo de batalla, formado por camisas, pantalones, faldas, zapatos, medias y ropa interior.

Una tormenta hizo las veces de canto del gallo minutos antes de advenimiento de la luz de la mañana sobre el cielo de la ciudad.

Ella dormía con la sonrisa puesta, respiraba de forma acompasada, sin mascarilla ni crujidos en el pecho, ajena a la eclosión de una tormenta que empezaba a arrojar agua puntiaguda sobre los tejados y las ventanas.

En esos momentos, entre el rugido de los truenos, entendí por qué odiaba las mascarillas: odiaba que ocultaran su sonrisa, que difuminaran su voz cuando me contaba su día, que distorsionaran su carcajada y retrasasen sus besos.

La luz de la mañana se colaba por los rectángulos de la persiana y acariciaban su cara, ¿quién quiere dormir cuando puede contemplar y adorar unos hoyuelos que impiden que la madurez se haga dueña y señora de un rostro que sigue siendo de hada?.

Me incorporé y mientras la tormenta seguía azotando el cielo de Bilbao, mi mente establecía la batalla final entre los enmascarados de la avenida Nevsy y los hoyuelos de ella, la besé en el pelo, un beso de miel y camomila y empecé a escribir esta historia que no sé muy bien qué es, mientras ella dormía y San Petersburgo bostezaba en mis recuerdos.

Comentarios

  1. No sabes qué es, pero arrastras al lector hasta esos hoyuelos que rechazan la madurez. Un gusto leer tus paranoias (mientras suena Black Sabbath).

    Un abrazo.

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  2. Precioso relato. No he estado en San Petersburgo, pero la avenida Nevski me viene de muchas novelas leídas.
    Hace años que los orientales que viajan, nos han enseñado el truco de las mascarillas y nos reíamos de ellos tachándolos de paranoicos. Ahora se reirán ellos de nosotros.
    Es cierto que las mascarillas suponen una frontera que va más allá de evitar el contagio. Tú lo has expresado de maravilla.
    Un beso.

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