Viviendo en los libros (I). - Las paranoias de Addi.


Desde muy niño, Alberto decidió vivir sus días cogiendo prestadas las aventuras y desventuras de los personajes que leía en los libros. Su cuerpo infantil, con tendencia al sobrepeso, su escasa habilidad para los deportes, un tartamudeo leve pero incontenible, producido por los nervios y el pánico a hablar en público, la falta de una actitud de represalia ante las burlas e incluso agresiones que recibía de los clásicos abusones saturados de complejos del colegio, un bigote como de piel sucia de melocotón que se instaló inoportunamente temprano sobre su labio...: todo ello eran factores que no hacían de Alberto Baroja el chico más popular de su quinta.
Su afición a la lectura tampoco ayudaba. Muchos no entendían la costumbre del joven de llevar libros para leerlos durante el recreo, mientras el resto de los chicos jugaban al fútbol o se peleaban entre ellos, en la infinita olimpiada por ser el más duro, el macho dominante de la manada. Consideraban aquella afición propia de un blando, un "pitagorín", y desde luego asociaban el libro del recreo, aquél en el que se sumergía como medio de escape, con los libros de texto del colegio. En definitiva, que le acoplaron el San Benito de empollón -sacaba excelentes notas- y por añadidura pelota y chivato, cosas ambas que en absoluto era.
Gerardo era un chico más alto y desarrollado que los demás. El acné hizo presa de él, y lo cierto es que los granos y espinillas daban a su rostro un aspecto aún más fiero, pues la naturaleza le dotó de un cráneo pequeño y sin apenas frente, una expresión enjuta y unas mandíbulas prominentes. Estas características dotaban a su testa de un rictus feroz y demente. Escondía su torpeza y mediocridad bajo un parlamento obsceno de descalificaciones y humillaciones, y marcaba un estado de sometimiento sobre los más débiles que sostenía a base de amenazas y no pocas bofetadas.
Alberto era su víctima favorita. Cuando tenían once años obligó al apocado muchacho a comerse la página en la que da comienzo el torneo de Ashby, su momento favorito de Ivanhoe. Este reprobable acto dio la idea a Alberto: ¿Por qué no vivir a través de los personajes de los libros?
Gerardo había introducido a Ivanhoe, a Rebeca y al Príncipe Juan en su interior, a la fuerza y depositando sus intrigas, amores y valentonadas en su estómago. El haría lo contrario: se introduciría en los libros, viviría las aventuras y amoríos de sus héroes literarios. Sería la libertad absoluta, pues podría elegir el personaje que quería abordar, incluso podría cambiar de rol según le apeteciese más o menos, dependiendo del día o del estado de ánimo, e incluso sería posible improvisar a tenor de lo que iba ocurriendo.


Desde entonces vivió vidas prestadas y nunca desarrolladas de forma física. Llegaba a casa, hacía los deberes y merendaba, dedicaba un rato a sus estudios -años después sería consciente de su natural facilidad para asimilar conceptos matemáticos o textos sobre historia o química-, y se infiltraba en los cuerpos de papel, tinta y fantasía de sus personajes favoritos de la literatura. Contaba con once años y el mundo era la excepción para Alberto.
Así pasaron varios años. Mientras los demás chicos jugaban al fútbol, se iniciaban en el magisterio erótico visionando películas a escondidas, sentían las curiosidades propias de la edad y daban comienzo a los flirteos, Alberto disolvía su soledad en los libros. Desenmascaró a no pocos criminales ataviado con el estúpido atuendo de Hércules Poirot, incluida la cabeza de huevo y el ridículo bigote empapado de fijador, estridencias propias del célebre detective belga.
Fue pasando uno a uno por la piel y los trajes de seda de todos y cada uno de los hijos de Don Corleone. Persiguió durante décadas el amor de Stella, se convirtió en caballero por ella, y fue derrotado ante la venganza autodestructiva de la pobre Srta. Havisham.
Vio caer su avión en una isla en la que, junto a otros chicos y a golpe de caracola, transcribirían a pequeña escala insular todas las indecencias del mundo global y organizado, observando lo incurable del virus que, incrustado en el germen del hombre, causa la falta de humanidad propia del ser humano.
Fue Robinson Crusoe, Tim -nunca quiso ser Dick-, El gran Gatsby, Tomas buscando su identidad y la realidad de la felicidad de la vida en pareja en la Praga de 1968. Trató de huir de la deformación de la actualidad y el pasado a la que El Gran Hermano sometía a Winston, hasta que el amor por Julia, y la lujuria -ésta incluso más- vencieron aunque no derrotaron al partido... Y así cumplió dieciocho, sin saber que había un mundo más allá de sus estudios, sus libros y su enfermiza huida de la realidad.
No era consciente de que llegaría el día en el que el enfrentamiento con lo mundano sería impostergable. Ese día no podría salvarle ninguno de sus amigos: no tendría a La Compañía del Anillo para ayudarle, ni aparecerían tres mosqueteros para resucitar y perpetuar el dolor, como le ocurría al infatigable de desvivir Athos. Tampoco le salvaría el amor, ni la magia, ni el caballero...
En la universidad todo fue más fácil. Cada uno iba a lo suyo y nadie reparaba demasiado en el chico que no hablaba, que solo leía. Alberto ni siquiera se había dado cuenta de que los años habían sido generosos con su anatomía: medía casi un metro ochenta y tenía un cuerpo sano y fuerte, aunque no esculpido por el deporte se mostraba equilibrado y bello. Los años de lectura deformaron sus ojos, haciéndolos huidizos pero intensos, con un halo de misterio y un color miel poco frecuente en varones. El cabello, fuerte y de un intenso color azabache. y unos labios gruesos y sensuales que nunca abría para mostrar una dentadura impecable, completaban un rostro anodino pero hermoso, inexpresivo pero intenso. Temeroso, misterioso, prometedor.
Elena decía a Lucia que la verdad que se escondía detrás de la pétrea expresión de aquel rostro, no la dejaba dormir, ni comer, ni estudiar, ni vivir. Estaba dispuesta a descubrir aquella verdad oculta al mundo, quien a su vez parecía no interesarse lo más mínimo por ella.
El día que Elena abordó a Alberto al salir este de la biblioteca, el joven no encontró ningún referente en los libros que le indicase el camino para llegar a alcanzar aquellos labios. Unos labios que desde el primer instante derrumbaron su mundo de fantasía, evasión, tinta y miedo.


(Continuará).

Comentarios

  1. Bueno..., ante tal apellido no resulta extraño que Alberto se aficione por los libros e, incluso, que la práctica compulsiva de la lectura logre cambiar un cuerpo con tendencia a engordar a otro más esculpido, seguramente por su contacto de ficción con la naturaleza y el aire libre.
    Si Elena la organiza gorda en la Troya de La Ilíada, ¿qué no podrá hacer su tocaya con Alberto?. Veremos.
    Abrazos,
    JdG

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    1. El amigo Baroja no sabía lo que puede una Elena con labios sedientos. Veremos querido Javier.
      Un abrazo.

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